La incongruencia de la estrategia ante la pandemia

Veamos el vaso medio lleno. La estrategia del gobierno para enfrentar la pandemia ha sido, al menos hasta hace pocos días, generalmente exitosa. El objetivo, según lo dicho por las autoridades de salud, nunca ha sido eliminar el virus en Chile, sino mantenerlo contenido de manera de generar inmunidad en la población lentamente, sin sobrepasar las capacidades de tratamiento de nuestro sistema de salud, minimizando así las muertes. Eso, a través de las cuarentenas locales y selectivas, distanciamiento social y reducida actividad económica, se logró efectivamente por varias semanas.

¿Por qué no haber cerrado completamente el país como lo hicieron otras naciones para efectivamente reducir el número de contagios hasta hacerlos controlables mediante medidas de control y seguimiento de contactos de nivel individual? Porque los costos económicos de ello eran demasiado elevados. Mayores a los que incurrimos con nuestras cuarentenas locales y selectivas. Esa fue la decisión fundamental de nuestras autoridades, que explica la estrategia que seguimos, aún hoy.

Pero aún así, tras semanas de relativo éxito, los costos económicos tanto públicos como para la vida de las personas igualmente comenzaron a acumularse, por lo que comenzó al pulsión por reabrir el país. Así, llegaron los discursos optimistas sobre la nueva normalidad y el retorno seguro, haciendo pensar que lo peor había pasado. Estos discursos y señales probablemente aportaron a que las personas bajaran sus guardias, estuvieran menos dispuestas a realizar sacrificios personales, lo que sumado a nuevas estrategias de testeo focalizado y el traslado de los contagios a barrios con mayor hacinamiento, llevó a que los contagios volvieran a subir preocupantemente.

¿Qué nos dice esta pulsión por reabrir? Que la disposición a aceptar elevados costos económicos es comprensiblemente limitada. ¿Qué nos dice que una vez aumentaran los casos se retrocediera en los mensajes de apertura y se fortalecieran las cuarentenas? Que la disposición a aceptar una explosión de casos que colapse nuestro sistema de salud y que con ello aumenten violentamente las muertes, también es comprensiblemente limitada.

No hay disposición ni a grandes costos económicos ni a grandes números de muertos. El problema es que, dada la estrategia que el gobierno decidió para enfrentar al virus, ambas cosas son perfectamente incompatibles entre sí. O aceptamos enormes costos económicos, o enormes costos de vidas humanas, o tendremos que cambiar de estrategia.

Esa incongruencia fundamental nace en desplegar la actual estrategia en el tiempo, hacia adelante. Supuestamente la búsqueda era incurrir en bajos costos económicos mientras el número de recuperados llega a niveles de inmunidad de grupo. Hagamos algunas suposiciones numéricas gruesas. Imaginemos que los recuperados efectivamente son inmunes, lo que no está demostrado, pero es una condición para que la estrategia tenga sentido. Además, imaginemos que la inmunidad de grupo se alcanza si la mitad de la población tiene inmunidad, es decir, ya se enfermó. Eso, también es optimista. También consideremos que con el orden de magnitud de 1.000 nuevos contagios confirmados al día, nuestra capacidad de tratamiento permite tratar a todos los casos graves, evitando explosiones de mortalidad. Eso parece sensato dados los números de contagios, casos graves y capacidad ocupada de ventiladores de semanas recientes. Con todo eso, ¿Cuánto tiempo nos demoraríamos para que el 50% de la población chilena se haya enfermado, si avanzamos a una tasa de mil nuevos casos confirmados al día? Incluso si asumimos que sólo uno de cada cuatro casos reales son casos confirmados, nos demoraríamos más de 12 años en cumplir con ese objetivo. Es decir, serían 12 años de cuarentenas locales y selectivas, distanciamiento social y reducida actividad económica al nivel de los que hemos visto desde mediados de marzo hasta inicios de mayo.

Si después de mes y medio de los costos económicos públicos y personales de la estrategia gubernamental ya parecen demasiado grandes, si por ello el ánimo para seguir con este camino ya está flaqueando, imaginémonos extender esta realidad 6 meses más. Un año. Doce años. Es imposible. El objetivo de mantener a la enfermedad a raya sin colapsar la capacidad de tratamiento es incompatible con la pulsión de volver a abrir rápido al país. La estrategia chilena nunca tuvo sentido mirada en el largo plazo.

Los países que abren sin poner en riesgo inmediato la vida de miles de sus habitantes son los que han logrado reducir sus casos de la enfermedad hasta niveles que sean controlables individualmente. Por ejemplo, de algunas decenas de nuevos casos confirmados al día. Llegar a ello implica primero cuarentenas duras nacionales de varias semanas, incluso de un par de meses, que tienen mayores costos que los que Chile ha incurrido. Luego, implica fuerte seguimiento personal y de contactos para mantener la enfermedad controlada en un número reducido. Esto presenta desafíos de privacidad que no hemos querido enfrentar, aún.

Chile no parece dispuesto a sufrir las consecuencias económicas de esa cuarentena dura, ni de tener las necesarias y complejas conversaciones sobre privacidad. Tampoco parece dispuesto a mantener los costos económicos de mantener nuestra semi cuarentena mucho más. Y tampoco parece dispuesto a asumir los costos en vidas de simplemente dejar que la enfermedad siga su curso y colapse el sistema de salud, multiplicando varias veces el número de muertos. El camino que nos queda, entonces, es inexistente. Tenemos que elegir. O tenemos cuarentena dura, o asumimos que este estado de semi cierre será de meses sino años, o asumimos muchísimas más muertes. No queda otra.

Las señales importan

Lo que sabemos, es que los casos del coronavirus han aumentado explosivamente en Chile los últimos días. Son bastantes las posibles causas que podrían explicar parte de esta alza en los casos confirmados: Testeos focalizados a públicos de riesgo, contagios en barrios con mayor hacinamiento, que hace dos semanas fue Semana Santa y hubo aglomeraciones en playas y pescaderías. Pero es difícil pensar que el discurso y señales triunfalistas no sean parte de las causas. Con eso me refiero a la nueva normalidad, retorno seguro, apertura de malls, la vuelta a clases presenciales de los colegios, vuelta de los funcionarios públicos a trabajar en sus oficinas, mesetas epidemiológicas y diálogos sobre cafecitos.

Las señales (lenguaje, símbolos, ánimos) enviadas por la autoridad pueden ser tanto o más importantes que las restricciones que la misma autoridad impone. Es decir, si la autoridad se está mostrando preocupada, triunfante, pesimista u optimista, puede ser más importante que si se decretan nuevas cuarentenas o si se levantan algunas otras.  Esto es, porque las personas se van a preocupar más de resguardarse, protegerse y de hacer los sacrificios personales que esto conlleva si es que ven señales de preocupación y peligro. 

En cambio, las personas serán menos estrictas en sus cuarentenas y sus cuidados, en protegerse a sí mismos y al resto, si ven que las señales indican que sus esfuerzos personales son menos necesarios. Si están abriendo el Apumanque, ¿Vale la pena no abrir el negocio, con toda la plata que estoy perdiendo cada día? Si las autoridades parecen decir que lo peor ya pasó, ¿vale la pena que me quede en casa, en vez de salir a la plaza un rato para que los niños jueguen? Y en el extremo: Si las alcaldesas con sus equipos municipales se ponen a bailar al son de los cazafantasmas, Shakira, Grease brillantina y, literalmente, los cofin dance ¿evitaré ir a una fiesta multitudinaria en Maipú?

Mientras más son las señales de tranquilidad y normalidad, menos sacrificios uno está dispuesto a realizar. Las señales importan. El lenguaje importa.

Por esto la mayoría de los países desarrollados suelen cambiar su lenguaje y hablar sobre apertura sólo cuando sus estrictas medidas les han permitido disminuir sus casos hasta hacerlos rastreables y controlables con medidas y seguimiento individual. En Nueva Zelanda el lenguaje de mayor tranquilidad empezó cuando sus casos bajaron a prácticamente cero. En Corea del Sur o en China, cuando bajaron a unas pocas decenas de casos al día, que eran perfectamente controlables.

En Chile, en cambio, para cambiar el lenguaje no se esperó a que los casos llegaran a casi cero, o se redujeran bastante. Ni siquiera habíamos llegado al peak. De hecho desde inicios de marzo se dijo que el peak (o el momento con mayor número de contagios y muertes) sería la última semana de abril o la primera de mayo. Es decir en el mejor caso, hoy estamos en el peor momento de la enfermedad. En cualquier caso diferente al mejor, las próximas semanas serán peores que estas. No parece precisamente la mejor oportunidad para bajar la guardia o dar dar señales de apertura.

La pulsión de querer volver a funcionar como país es muy entendible. Los costos de detenerse incluso un poco, son enormes. Y los costos que todos pagaremos por meses y años son grandes, también. Pase lo que pase, Piñera va a dejar el gobierno con un país que, con suerte, va a haber crecido algo desde cuando comenzó su período. Definitivamente va a tener mayor desempleo. Y también va a tener una deuda pública mucho mayor que la que encontró. Intentar contener todos esos impactos me imagino que debe ser una pulsión casi incontenible para Piñera, quien por naturaleza, siempre quiere ser el mejor en todo. 

Pero ahora que la realidad choca con su voluntad, rápidamente cambió de discurso. Ya no hay nueva normalidad, ni retorno seguro. Ahora tenemos batalla. El enfoque volverá a ser el distanciamiento social.

Tal como un discurso aperturista y optimista a destiempo aparentemente resultó ser dañino, la vuelta a un discurso más duro y de control y seriedad y de peligro, puede ser positivo cuando estamos -en el mejor caso- en el peak de la enfermedad, y en cualquier otro caso encaminándonos a él. Por ahora el retorno tendrá que seguir esperando.

Qué mejor demostración que la pluma puede ser más poderosa que la espada. Las palabras pueden poner vidas en peligro. Y las palabras pueden salvar vidas.