Author / Davor Mimica
Nuestra Batalla de Lircay
El miércoles 25 de abril tuve el honor de abrir con unas breves palabras, a nombre de Red Liberal, una de las campañas para el Apruebo. Acá el video de la intervención (desde minuto 2:20)
y el texto:
Hola, muy buenas noches desde Plaza Italia, Santiago.
A nombre de Red Liberal, me gustaría sólo destacar 2 cosas del proceso inédito que se nos viene y de la oportunidad histórica que tenemos al alcance.
Primero, acerca de lo única que es la oportunidad que nos abre el proceso constitucional. De ganar el apruebo, podremos construir una constitución que no será la venganza de la anterior. No será el reflejo para el otro lado de la constitución de Pinochet. Tampoco será la imposición de un grupo sobre el resto. En cambio, serán verdaderos mínimos comunes en los que todos nos podremos reflejar, con los que casi nadie quedará absolutamente feliz, pero donde nadie será excluido y desde los cuales podremos seguir construyendo una nación que por primera vez podrá ser de, por y para todos y todas.
Finalmente, me gustaría destacar la importancia histórica del momento que vamos a vivir. La democracia chilena ha sido un lento avance, de 200 años con baches, suspensiones y retrocesos. Partió con la idea pipiola de un país de iguales, descentralizado, democrático e ilustrado. Ese proyecto fue cercenado en Lircay en 1830, y reemplazado por la nación pelucona, conservadora, autoritaria, centralista y jerárquica de Diego Portales y toda su herencia posterior. Desde ahí la democracia creció sólo de a poco. Siempre tutelada y contenida. Y cuando era una amenaza, detenida. Democracia de masas sólo llegamos a tener a mediados del siglo pasado, y fue rápidamente interrumpida. Asesinada en su cuna. Luego de renacer, debió crecer de a poco, aún tutelada y contenida. Y por eso creció más lento que nosotros. En la mayoría de nuestra historia nos dijeron que Chile no estaba preparado para la democracia. Pero resultó que la democracia no estuvo preparada para la creciente demanda de ciudadanía. Esa demanda tocó techo. Ese techo se rompió en octubre, y tenemos ahora por fin la posibilidad de construir sin tutela ni contención. El plebiscito que tenemos en frente no sólo es la primera construcción democrática de las bases de la república que hemos tenido en Chile, sino que abre el momento cúlmine -hasta ahora- de los 200 años de historia de nuestra democracia. Y, aún más, es la primera posibilidad real en casi 200 años, de recuperar esa promesa de país de iguales, descentralizado, democrático e ilustrado. Donde votar ya no sea el día excepcional donde todos valemos lo mismo, sino que podamos construir, de a poco, un país donde valer lo mismo no sea la excepción, sino la regla. El 25 de octubre pasado rompimos un techo. Este 25 de octubre, podemos por fin comenzar a ganar nuestra batalla de Lircay. Sin miedo. Sin violencia. Y sólo armados con un lápiz.
Muchas Gracias.
La incongruencia de la estrategia ante la pandemia
Veamos el vaso medio lleno. La estrategia del gobierno para enfrentar la pandemia ha sido, al menos hasta hace pocos días, generalmente exitosa. El objetivo, según lo dicho por las autoridades de salud, nunca ha sido eliminar el virus en Chile, sino mantenerlo contenido de manera de generar inmunidad en la población lentamente, sin sobrepasar las capacidades de tratamiento de nuestro sistema de salud, minimizando así las muertes. Eso, a través de las cuarentenas locales y selectivas, distanciamiento social y reducida actividad económica, se logró efectivamente por varias semanas.
¿Por qué no haber cerrado completamente el país como lo hicieron otras naciones para efectivamente reducir el número de contagios hasta hacerlos controlables mediante medidas de control y seguimiento de contactos de nivel individual? Porque los costos económicos de ello eran demasiado elevados. Mayores a los que incurrimos con nuestras cuarentenas locales y selectivas. Esa fue la decisión fundamental de nuestras autoridades, que explica la estrategia que seguimos, aún hoy.
Pero aún así, tras semanas de relativo éxito, los costos económicos tanto públicos como para la vida de las personas igualmente comenzaron a acumularse, por lo que comenzó al pulsión por reabrir el país. Así, llegaron los discursos optimistas sobre la nueva normalidad y el retorno seguro, haciendo pensar que lo peor había pasado. Estos discursos y señales probablemente aportaron a que las personas bajaran sus guardias, estuvieran menos dispuestas a realizar sacrificios personales, lo que sumado a nuevas estrategias de testeo focalizado y el traslado de los contagios a barrios con mayor hacinamiento, llevó a que los contagios volvieran a subir preocupantemente.
¿Qué nos dice esta pulsión por reabrir? Que la disposición a aceptar elevados costos económicos es comprensiblemente limitada. ¿Qué nos dice que una vez aumentaran los casos se retrocediera en los mensajes de apertura y se fortalecieran las cuarentenas? Que la disposición a aceptar una explosión de casos que colapse nuestro sistema de salud y que con ello aumenten violentamente las muertes, también es comprensiblemente limitada.
No hay disposición ni a grandes costos económicos ni a grandes números de muertos. El problema es que, dada la estrategia que el gobierno decidió para enfrentar al virus, ambas cosas son perfectamente incompatibles entre sí. O aceptamos enormes costos económicos, o enormes costos de vidas humanas, o tendremos que cambiar de estrategia.
Esa incongruencia fundamental nace en desplegar la actual estrategia en el tiempo, hacia adelante. Supuestamente la búsqueda era incurrir en bajos costos económicos mientras el número de recuperados llega a niveles de inmunidad de grupo. Hagamos algunas suposiciones numéricas gruesas. Imaginemos que los recuperados efectivamente son inmunes, lo que no está demostrado, pero es una condición para que la estrategia tenga sentido. Además, imaginemos que la inmunidad de grupo se alcanza si la mitad de la población tiene inmunidad, es decir, ya se enfermó. Eso, también es optimista. También consideremos que con el orden de magnitud de 1.000 nuevos contagios confirmados al día, nuestra capacidad de tratamiento permite tratar a todos los casos graves, evitando explosiones de mortalidad. Eso parece sensato dados los números de contagios, casos graves y capacidad ocupada de ventiladores de semanas recientes. Con todo eso, ¿Cuánto tiempo nos demoraríamos para que el 50% de la población chilena se haya enfermado, si avanzamos a una tasa de mil nuevos casos confirmados al día? Incluso si asumimos que sólo uno de cada cuatro casos reales son casos confirmados, nos demoraríamos más de 12 años en cumplir con ese objetivo. Es decir, serían 12 años de cuarentenas locales y selectivas, distanciamiento social y reducida actividad económica al nivel de los que hemos visto desde mediados de marzo hasta inicios de mayo.
Si después de mes y medio de los costos económicos públicos y personales de la estrategia gubernamental ya parecen demasiado grandes, si por ello el ánimo para seguir con este camino ya está flaqueando, imaginémonos extender esta realidad 6 meses más. Un año. Doce años. Es imposible. El objetivo de mantener a la enfermedad a raya sin colapsar la capacidad de tratamiento es incompatible con la pulsión de volver a abrir rápido al país. La estrategia chilena nunca tuvo sentido mirada en el largo plazo.
Los países que abren sin poner en riesgo inmediato la vida de miles de sus habitantes son los que han logrado reducir sus casos de la enfermedad hasta niveles que sean controlables individualmente. Por ejemplo, de algunas decenas de nuevos casos confirmados al día. Llegar a ello implica primero cuarentenas duras nacionales de varias semanas, incluso de un par de meses, que tienen mayores costos que los que Chile ha incurrido. Luego, implica fuerte seguimiento personal y de contactos para mantener la enfermedad controlada en un número reducido. Esto presenta desafíos de privacidad que no hemos querido enfrentar, aún.
Chile no parece dispuesto a sufrir las consecuencias económicas de esa cuarentena dura, ni de tener las necesarias y complejas conversaciones sobre privacidad. Tampoco parece dispuesto a mantener los costos económicos de mantener nuestra semi cuarentena mucho más. Y tampoco parece dispuesto a asumir los costos en vidas de simplemente dejar que la enfermedad siga su curso y colapse el sistema de salud, multiplicando varias veces el número de muertos. El camino que nos queda, entonces, es inexistente. Tenemos que elegir. O tenemos cuarentena dura, o asumimos que este estado de semi cierre será de meses sino años, o asumimos muchísimas más muertes. No queda otra.
Las señales importan
Lo que sabemos, es que los casos del coronavirus han aumentado explosivamente en Chile los últimos días. Son bastantes las posibles causas que podrían explicar parte de esta alza en los casos confirmados: Testeos focalizados a públicos de riesgo, contagios en barrios con mayor hacinamiento, que hace dos semanas fue Semana Santa y hubo aglomeraciones en playas y pescaderías. Pero es difícil pensar que el discurso y señales triunfalistas no sean parte de las causas. Con eso me refiero a la nueva normalidad, retorno seguro, apertura de malls, la vuelta a clases presenciales de los colegios, vuelta de los funcionarios públicos a trabajar en sus oficinas, mesetas epidemiológicas y diálogos sobre cafecitos.
Las señales (lenguaje, símbolos, ánimos) enviadas por la autoridad pueden ser tanto o más importantes que las restricciones que la misma autoridad impone. Es decir, si la autoridad se está mostrando preocupada, triunfante, pesimista u optimista, puede ser más importante que si se decretan nuevas cuarentenas o si se levantan algunas otras. Esto es, porque las personas se van a preocupar más de resguardarse, protegerse y de hacer los sacrificios personales que esto conlleva si es que ven señales de preocupación y peligro.
En cambio, las personas serán menos estrictas en sus cuarentenas y sus cuidados, en protegerse a sí mismos y al resto, si ven que las señales indican que sus esfuerzos personales son menos necesarios. Si están abriendo el Apumanque, ¿Vale la pena no abrir el negocio, con toda la plata que estoy perdiendo cada día? Si las autoridades parecen decir que lo peor ya pasó, ¿vale la pena que me quede en casa, en vez de salir a la plaza un rato para que los niños jueguen? Y en el extremo: Si las alcaldesas con sus equipos municipales se ponen a bailar al son de los cazafantasmas, Shakira, Grease brillantina y, literalmente, los cofin dance ¿evitaré ir a una fiesta multitudinaria en Maipú?
Mientras más son las señales de tranquilidad y normalidad, menos sacrificios uno está dispuesto a realizar. Las señales importan. El lenguaje importa.
Por esto la mayoría de los países desarrollados suelen cambiar su lenguaje y hablar sobre apertura sólo cuando sus estrictas medidas les han permitido disminuir sus casos hasta hacerlos rastreables y controlables con medidas y seguimiento individual. En Nueva Zelanda el lenguaje de mayor tranquilidad empezó cuando sus casos bajaron a prácticamente cero. En Corea del Sur o en China, cuando bajaron a unas pocas decenas de casos al día, que eran perfectamente controlables.
En Chile, en cambio, para cambiar el lenguaje no se esperó a que los casos llegaran a casi cero, o se redujeran bastante. Ni siquiera habíamos llegado al peak. De hecho desde inicios de marzo se dijo que el peak (o el momento con mayor número de contagios y muertes) sería la última semana de abril o la primera de mayo. Es decir en el mejor caso, hoy estamos en el peor momento de la enfermedad. En cualquier caso diferente al mejor, las próximas semanas serán peores que estas. No parece precisamente la mejor oportunidad para bajar la guardia o dar dar señales de apertura.
La pulsión de querer volver a funcionar como país es muy entendible. Los costos de detenerse incluso un poco, son enormes. Y los costos que todos pagaremos por meses y años son grandes, también. Pase lo que pase, Piñera va a dejar el gobierno con un país que, con suerte, va a haber crecido algo desde cuando comenzó su período. Definitivamente va a tener mayor desempleo. Y también va a tener una deuda pública mucho mayor que la que encontró. Intentar contener todos esos impactos me imagino que debe ser una pulsión casi incontenible para Piñera, quien por naturaleza, siempre quiere ser el mejor en todo.
Pero ahora que la realidad choca con su voluntad, rápidamente cambió de discurso. Ya no hay nueva normalidad, ni retorno seguro. Ahora tenemos batalla. El enfoque volverá a ser el distanciamiento social.
Tal como un discurso aperturista y optimista a destiempo aparentemente resultó ser dañino, la vuelta a un discurso más duro y de control y seriedad y de peligro, puede ser positivo cuando estamos -en el mejor caso- en el peak de la enfermedad, y en cualquier otro caso encaminándonos a él. Por ahora el retorno tendrá que seguir esperando.
Qué mejor demostración que la pluma puede ser más poderosa que la espada. Las palabras pueden poner vidas en peligro. Y las palabras pueden salvar vidas.
Avanzar hacia la paz
¿Qué falta para tener paz en Chile?
Lo primero, hay que distinguir entre orden y paz. El orden se puede lograr con la pura fuerza. Pero así no se construye una paz duradera. En el extremo del argumento, en dictadura teníamos al menos relativo orden. Pero salvo para unas minorías privilegiadas, no vivíamos en paz. Hay quienes piden y exigen orden. El “retorno del orden”. Pero sin paz, eso no puede ser posible para el mediano plazo. Entonces, focalicémonos en la paz.
Antes de ver caminos posibles de salida, veamos algunos caminos para la paz en los que muchos siguen insistiendo, pero que sabemos no han funcionado, y no hay razones para pensar que funcionarán en el futuro cercano:
El camino de la fuerza:
Muchos demandan del gobierno el uso de la fuerza para retornar a la paz. Para ello habría que usar más a Carabineros y volver a sacar a las FFAA. El Estado de Emergencia es hoy políticamente inviable, por lo que el gobierno ha intentado meter por el lado a las FFAA con este proyecto de ley para que puedan resguardar infraestructura crítica, cosa de liberar a Carabineros para que puedan controlar más efectivamente a los manifestantes.
Pero Carabineros no parece tener ni la capacidad ni la legitimidad social ni política como para llevar adelante esa tarea. En crisis moral dentro de su enorme caso de corrupción. En crisis de confianza sobre sus capacidades, tras los fiascos de tontera de Huracán y la que parece era una masiva política de inventar pruebas falsas por parte de su inteligencia. Por todo esto, está en una grave crisis de mando, donde las comisarías le hacen poco caso a sus superiores, los superiores le hacen menos caso a sus generales. Donde el alto mando no le hace caso a su director general, quien mantiene pegada con chicle una institución que parece en las últimas, y donde el director general parece no hacerle caso a las autoridades civiles que debieran dar las órdenes.
Con todo esto, no parece capaz de controlar una manifestación que lo desborda todos los días, y reacciona en vez de pacificando, muchas veces violentando a la ciudadanía. Pregúntenle a mis pulmones: Como vecino de Plaza Italia, los litros de lacrimógena que he respirado el último mes son testigos. Además ha caído en lo que organizaciones internacionales ya llaman una violación generalizada a los DDHH. Esto impide que desde la política pueda haber amplio acuerdo de darle la espalda, la confianza y el capital político tanto al gobierno como a Carabineros para que actúe con más fuerza.
Las FFAA por el otro lado, tienen sus propios problemas. También envueltas en enormes crisis de corrupción y tapadas de juicios, no tienen la legitimidad social mínima.
El Estado tiene y debe tener el exclusivo monopolio del uso de la fuerza en una sociedad. Es el único arreglo civilizado posible. Pero cuando las herramientas con las que el Estado ejerce ese monopolio de la fuerza están pringadas, todo ese castillo de naipes se viene abajo. El camino de la fuerza no ha resultado. .
El camino del desgaste:
La idea de fondo, es que las personas movilizadas menos radicalizadas se irán aburriendo y querrán volver a la normalidad, abandonando la calle. Eso haría que las manifestaciones sean menos multitudinarias y donde el protagonismo sea mucho más de los radicalizados más violentos. Y eso a su vez aumentaría la presión y espalda política para que el gobierno pueda enfrentarse con una mano más dura con ellos. ¿Qué es lo que debería estar ocurriendo para que esto funcione? Que el apoyo a las movilizaciones vaya bajando en el tiempo. Pero lo que hemos visto es lo contrario. Según la Encuesta CADEM, la última semana de octubre las movilizaciones tenían una aprobación de 72%. La semana pasada, según el resultado conocido el domingo en la noche, tienen una aprobación de 67%. Eso está dentro del margen de error. Ha fluctuado más o menos en el mismo punto: las movilizaciones están estables dentro de su aprobación. Y sin desgaste a la vista. El que sí se está desgastando harto más rápido es el apoyo político del presidente Piñera. Ya llegó a 12% de aprobación, según la CADEM. Los únicos logros del gobierno parecen ser los récords históricos de desaprobación que logran cada semana. Entonces, si el presidente se desgasta mucho más rápido que la movilización, el camino del desgaste parece que no funciona, nomás.
El camino de los llamados desde los partidos a la paz:
La tesis inherente aquí, es que al menos parte significativa de la movilización responde a actores políticos. Ya sean partidos, como el comunista o algunos del Frente Amplio u organizaciones como las representadas en la Mesa Social. Pero lo que la calle parece demostrar una y otra vez, es que ni el Partido Comunista, ni el Frente Amplio ni las organizaciones sociales reunidas en esa mesa que reúne desde al ex socio de AFP que quiere terminar con las AFPs, hasta los patudos que quieren terminar con los TAGs, ninguno de ellos, parece tener mucha conexión con lo que pasa en la calle. Los partidos ni se han aparecido. Las banderas son de Chile, del pueblo mapuche y de equipos de fútbol. Me gustaría ver a un valiente acercarse al caballo de Baquedano con una bandera partidaria, por muy llena de rojo que sea. Y los pocos rayados con la hoz y el martillo que aparecen tímidamente en la calle son rápidamente rayados encima con mensajes como “no sean frescos, esta lucha no es de ustedes”.
Los partidos fueron todos sorprendidos con el 18/O y con todo lo que pasó después. Y los que se han mantenido críticos al acuerdo por un camino para una nueva constitución, no parece ser tanto porque estén liderando a la calle en una oposición a ese pacto tomado por la clase política, sino que parece ser más una muestra de pánico de ver cómo la calle se va pa un lado y ellos se quedan detrás. Como la vieja analogía del líder político que parte corriendo detrás del pueblo porque tiene que ir a liderarlos.
Las organizaciones han intentado hacer convocatorias, pero no han logrado mucho éxito. Suelen ser buenas para subirse a movilizaciones autogeneradas a través de redes sociales más que para convocar a las propias y liderar huestes de cualquier tipo. No hay ningún partido ni ninguna organización detrás de las campañas masivas como la #MarchaSorpresa de ayer, que se repartió miles de veces por mensajes privados y que mandó a muchos a Plaza Egaña. Con todo esto, ¿cuál sería el impacto que partidos, incluso los más extremos, junto con organizaciones sociales, llamen a la paz y eventualmente a la desmovilización si es que hay acuerdos políticos que satisfagan al menos temporalmente a esas organizaciones? Pocazo, ¿no? A lo más, marginal.
El camino de los ofertones:
Muchos hablan de la necesidad de abrir la billetera fiscal, de endeudarse hasta el cuello, para dar y dar plata. Subir las pensiones 50% al mismo tiempo de condonar las deudas del CAE, al mismo tiempo de subir el sueldo mínimo, al mismo tiempo de bajar los precios de los medicamentos y de las prestaciones de salud.. mientras se le pasa la cuenta al gran capital.
Se han hechos avances, limitados, pero avances en estas direcciones. Y una crítica sensata que se le ha hecho a estos avances, es que han sido a cuentagotas, en vez de en torno a grandes anuncios generalizados que podrían tener un impacto en el ánimo nacional. Pero cualquier avance generalizado nos deja como país en una situación crítica. Aún aumentando en forma dura los impuestos al gran capital, lamentablemente no tenemos tantos billonarios como para que puedan ellos solos financiar enormes cambios de un día a otro a las condiciones de vida de los Chilenos. Salió una encuesta que decía que los chilenos se tranquilizarían que subieran los sueldos mínimos Y las pensiones a 500 mil pesos mensuales. Pero hecho esto de un día para otro, reventaría a buena parte de las empresas de Chile y haría al país entero inviable.
Además, todo esto asume que la protesta, el ánimo, es transaccional. Que la demanda sería de un aumento de un x% a salarios o pensiones. Algo de eso hay obviamente. Pero no le pusieron la Plaza de las pensiones de 250 lucas. Sino la Plaza de la Dignidad. Para la dignidad una mejora en las condiciones de vida es algo necesario. Pero es un medio, no es el fin. La dignidad habla de cultura, de trato, de igual consideración entre las personas, independiente de su origen o de su plata. La dignidad habla de que hay cosas que no se pueden ni se deben comprar. Que hay cosas en las que todos debiéramos ser iguales, por el solo hecho de ser chilenos. El camino de los ofertones parece que tampoco es la vía. Al menos no parece ser suficiente para lograr la paz.
Y por acá quiero abrir a posibles caminos menos explorados, que sí podrían ser mejores que los anteriores.
Lo primero es reconocer que no existe camino posible hacia la paz sin verdad y justicia en torno a las violaciones a los DDHH que varias organizaciones internacionales están detallando. Luego, reconocer también la importancia del plano simbólico y emocional. De que cientos de miles no salen a la calle cada semana en todo Chile arriesgando sus vidas por un cálculo de utilidad personal. O que las personas están dispuestas a ver supermercados cerrados, metro operando apenas, semáforos apagados, y que con todo eso, sigan dispuestos a apoyar por abrumadora mayoría que sigan las movilizaciones. Que muchos de los saqueadores en las primeras semanas hayan vaciado de TVs las tiendas, no para llevárselas a la casa, sino para alimentar con ellas las fogatas callejeras, no cabe en ninguna modelación económica imaginable. Son símbolos, cultura y emociones colectivas, las que se imponen por sobre el dinero o el interés individual. Además, no es una sociedad paralizada por el miedo, sino una movilizada por una mezcla de rabia y esperanza. Las posibles salidas deben considerar todos estos planos.
Veamos 3 conceptos que podrían ayudarnos a iluminar un avance:
- Los dolores compartidos: sobre la importancia de ver que todos los chilenos estamos juntos, y que podemos hundirnos juntos, o surgir juntos, al menos en algunos aspectos de nuestras vidas. Que hay espacios comunes donde todos somos realmente iguales. Y si en esos espacios tenemos dolores, los sentimos todos más o menos por igual. De eso hay poco hoy. Hay dos sistemas de salud. Dos sistemas de educación. Dos calidades de ciudad, entre tanto más. La segregación duele. Por eso la potencia multidimensional de las escenas de las protestas en el Portal de La Dehesa el otro día. Sobre los insultos que eran una copia casi palabra por palabra de los diálogos de la película Machuca. Sobre esa sensación de “salgan de mi mall”, con cara de dueño de Gasco. Por eso la necesidad de la percepción que los dolores son de todos. Que hay espacios donde todos somos iguales. El concepto de los dolores compartidos.
- Los actos sacrificiales: la necesidad de ver que la autoridad y la clase política pierde bastante de su privilegio y poder. De asumir que la ciudadanía incurriría en un ENORME costo si se dejara de movilizar, ya que dejaría de tener un poder que no había sentido nunca en su vida para hacer cambio social. Por primera vez la ciudadanía ve que la clase política e incluso los empresarios se están peleando por cumplir demandas y cumplir rápidamente lo que antes era imposible. Nueva constitución, cambios en pensiones, compromisos de mejores salarios en muchas empresas, etc. ¿Por qué alguien querría dejar de movilizarse e incluso en algunos casos de utilizar o justificar cierta violencia, si está teniendo tan buenos resultados? Por esto la ciudadanía no va a perder este nuevo poder sola. La clase política debiera incurrir en pérdidas similares de poder para tener un desescalamiento de los niveles de movilización y violencia, haciendo verdaderos sacrificios que sean entendidos como tales por la ciudadanía. He ahí el acto sacrificial.
- Los compromisos verificables: Es de perogrullo asumir que el país entero no puede cambiar de un día para el otro. Que parte del cambio debe ser expresado en compromisos de mediano y largo plazo de cambio. Las pensiones básicas no pueden duplicarse de un momento a otro, sino que debe haber un camino hacia el alza, tal vez asociado al crecimiento de la economía, por ejemplo. Pero la ciudadanía puede tener justificable desconfianza de que esos compromisos de largo plazo no se cumplirían. Si con la calle movilizada la política promete de todo, ¿con la calle desmovilizada la política cumplirá sus promesas? No es cosa de volver a salir a la calle, nomás, porque estas cosas tienen su inercia. No es fácil llevar al país al momento de agitación, para bien y para mal, en el que estamos hoy. Por eso los compromisos de mediano y largo plazo de mejoras sociales deben ir junto con mecanismos de verificación social de los mismos. Por ejemplo, dándole espacio a personas no asociadas al mundo tradicional de la política, para que puedan verificar e incluso tengan poder en los procesos.
¿Cómo sería, en la práctica, una salida con compromisos verificables, actos sacrificiales y dolores compartidos?
Imaginémonos en siguiente escenario:
Piñera asume públicamente que su gobierno, tal como él lo tenía planificado, terminó. Eso no es decir nada nuevo: es una realidad política asumida por todos. Pero diferente es que lo reconozca públicamente. Ese es un cambio simbólico, no práctico. En ese reconocimiento, llama a un gobierno de unidad, donde no sólo incorpora a personas de oposición, sino también de la sociedad civil, que puedan tener responsabilidades claves para ayudar a elaborar y verificar el cumplimiento de los compromisos sociales asumidos. Como especie de interventores del mundo político. Como parte de estos compromisos, se escoge un espacio relevante para que avancemos hacia la igualdad de trato, donde todos estemos como iguales, y donde a todos nos duela similarmente. Puede ser pasar a un seguro universal de salud, por ejemplo, eliminando las isapres y dejándolas como seguros complementarios para quienes deseen pagarlos. Pero todos en la misma base de salud. Donde, por ejemplo, todos, independiente del dinero que tengan, deban ante cualquier problema de salud no urgente, partir por un consultorio público. Un espacio común, con dolores comunes. Y todo esto, en el contexto de una agenda agresiva de combate a los abusos, donde las penas de delitos de cuello y corbata y delitos electorales y políticos sean mucho mayores, asegurando cárcel para los delitos graves. En una agenda así, tenemos compromisos verificables, dolores compartidos y actos sacrificiales. Y toda esta agenda no nos costaría niun peso adicional. Pero vaya que avanzaría en dignidad.
De todo esto, lo único hoy en marcha es la agenda antiabusos, que no por nada es de lo más aplaudido de entre todos los cambios que se han ido anunciando. Aún más que la nueva constitución, tal vez.
Con un camino de estas características, anunciado como paquete, veo que podríamos efectivamente avanzar hacia la paz. Los más radicalizados, los de primera línea, tal vez no le crean nunca nada a nadie. Pero no tienen que estar todos convencidos de la paz para que tengamos paz. Sólo tenemos que estar convencidos los suficientes. Hoy estamos lejos aún de eso. Pero no tiene por qué ser así. Lo primero, es reconocer que la paz no se alcanza retornando a donde estábamos antes del 18 de octubre. Volver atrás puede ser tener orden, pero no paz. La paz está adelante, en un país diferente. Que después de un mes en la calle, puede estar por fin al alcance de la mano.
Lo que quedó de la presidencia tras la explosión
Antes del 18 de octubre, Sebastián Piñera era un presidente con relativamente baja aprobación, que después de poco más de año y medio en el poder, seguía intentando pasar por el congreso sus principales promesas electorales pro crecimiento: una reforma tributaria, una reforma al sistema de pensiones y una reforma laboral que ya se le había ido en collera. Había discusión sobre un posible cambio de gabinete, para ir al “segundo tiempo” que implica los 2 años electorales del final de un mandato.
El 18/10 explota. Chile movilizado, estaciones de metro quemadas, muchos locales comerciales saqueados.
Desde la primera noche, Piñera hizo su apuesta. Esto se trataba del orden versus el caos. Él quería el orden para Chile, y estaba seguro que un país atemorizado ante la destrucción recurriría a él para que llevara, con mano dura, el orden que todos anhelarían. En parte por eso, sacó a las FFAA. Habló de que estábamos en guerra contra un enemigo poderoso. Intimidando, amenazando.
Pero los ciudadanos, en lugar de quedarse en sus casas aislando a los manifestantes violentos, salieron con mucha más fuerza a las calles a protestar. Así, llegó el viernes 25 de octubre, con 1,2 millones de chilenos en Plaza Italia, y sumando más de 2 millones en todo Chile. La reacción del gobierno de combatir a las movilizaciones con más fuerza, con Carabineros y las FFAA violando generalizadamente los DDHH, lo único que lograban era que más y más personas salieran a la calle.
Después de eso, retornaron las FFAA a sus cuarteles, y el gobierno hizo un potente cambio de gabinete el 28 de octubre. Fue una señal política importante. Piñera esperaba que esa señal bajara las tensiones y lentamente devolviera a las personas a sus casas, aislando afuera a quienes causaban desmanes.
Así, Piñera persistió en su discurso. Era el orden versus el caos. Y las personas, si bien manifestaban estar a favor de las movilizaciones, estaba seguro que se terminarían cansando y querrían rápidamente volver a la normalidad.
Pero pasaron semanas sin muchos cambios. Con muchas personas en la calle, con desmanes que crecían y bajaban. Ya nos acostumbrábamos a las rutinas: los viernes de movilizaciones buena onda, y los lunes de movilizaciones más duras y con más violencia.
El nuevo momento álgido, fue el martes 13 de noviembre, cuando varias organizaciones llamaron a un paro nacional. No hubo nada parecido a un paro, pero hubo grandes movilizaciones, que en muchas partes cobraron violencia que no se veía desde hacía semanas. Ahí Piñera quiso volver a sacar a los militares a la calle, pero tuvo resistencia en su gabinete. Se dice que algunos ministros amenazaron con renunciar si salían nuevamente las FFAA. Estaban convencidos que había una oportunidad de negociación con la oposición. Piñera les dio un plazo para negociar, para la vía política. Pero la vía política era de sus ministros. Él seguía pegado en el orden versus el caos.
Las movilizaciones partieron violentamente por el alza al metro. Piñera habló sobre orden versus caos. Luego las movilizaciones hablaron sobre el alza generalizada en el costo de la vida. Piñera habló sobre orden versus caos y anunció la rebaja del metro. Luego las movilizaciones hablaron sobre desigualdad. Piñera era orden versus caos. Luego hablaron sobre la necesidad de un nuevo pacto social. El presidente era orden versus caos e hizo una batería de propuestas sobre el costo de la vida. Finalmente las movilizaciones demandaron una nueva constitución. Piñera era orden versus caos. El tema seguía avanzando, y el presidente se quedaba pegado en su tesis de la guerra y cada día estaba más atrasado con respecto a lo que pasaba en Chile.
Pero la puerta de negociación política se abrió, y el protagonismo pasó desde la presidencia al congreso. El interlocutor desde el gobierno fue principalmente Blumel, quien era el que se había conseguido esas horas para parlamentar. Los mismos partidos decidieron mantener a La Moneda separada de la negociación.
Al final, tras un par de jornadas que hicieron historia (recomiendo leer la crónica de lo sucedido publicada por La Tercera el domingo), en la madrugada del viernes se logró un acuerdo para un camino a una nueva constitución. La primera pulsión de Piñera era anunciarla él por cadena nacional. Pero la oposición y parte del oficialismo, incluso, se lo negaron. Ellos habían negociado esto, ellos lo anunciarían.
La imagen al final fue increíble. Todos los sectores del congreso, salvo un par de partidos pequeños, anunciando el gran acuerdo a las 3 de la mañana del viernes. Y luego los ministros Blumel, Rubilar y Ward respondiendo desde La Moneda. Piñera se había ido a su casa un par de horas antes.
En ese momento, política y simbólicamente, se terminó el presidencialismo en Chile. El presidente ahora era una especie de figura de Estado casi decorativa, alejada de la política contingente, mientras su primer ministro hacía de interlocutor con un congreso que tomaba todo el protagonismo. Chile se acostó ese día en régimen presidencial y se levantó al día siguiente en un régimen parlamentario de facto.
El lunes Piñera por fin habló en cadena nacional. Desde el 18 de octubre, cada vez que Piñera había hablado, había dejado las cosas peor. O nos había declarado la guerra, o hacía anuncios que eran considerados como una burla, o amenazaba a los ciudadanos con más represión, pegado siempre en su discurso del orden versus el caos.
Al final Piñera por primera vez no dejó las cosas peor de lo que estaban con sus palabras. Reconoció las violaciones a los DDHH y anunció que no habría impunidad y, si bien siguió hablando sobre el orden versus caos, su discurso político había cambiado. Ahora era sobre la importancia del acuerdo político alcanzado y caminos hacia adelante. No fue un gran discurso.. pero se notó un cambio para mejor.
El gobierno que resta va a ser muy diferente al que Piñera tenía en mente. Sus principales reformas serán forzosamente irreconocibles. La reforma tributaria que era para retroceder parte de las alzas de impuestos de Bachelet y promover el crecimiento, ahora tendrán un carácter de recaudar más y de ser más progresivas. La reforma de pensiones pasará probablemente a incluir un componente de solidaridad, lo que era impensable hace un mes atrás, además de un aumento a las pensiones básicas que será mucho más potente al esperado. La reforma laboral probablemente termine siendo más parecida a la de Camila Vallejo que a la de Monckeberg. La economía no crecerá con fuerza ni este ni el próximo año, al menos, y Chile se endeudará con fuerza para poder responder a la avalancha de necesidades sociales que antes eran desoídas, y que hoy no se pueden desoír más.
Pero el tema principal de lo que queda del gobierno será la agenda constitucional. Ahí estará la tensión y la atención. Si Piñera aún tenía hasta octubre del próximo año antes de la primera elección popular, que es donde un gobierno comienza su tramo final, ahora tendremos una elección en abril. Léase, ya estamos en período electoral en torno a las preguntas de si queremos una nueva constitución, y si queremos que esta se diseñe mediante una convención constitucional 100% elegida, o una mixta con el congreso. En este tema, Piñera y el gobierno tienen muy poco que hacer. Es un tema que liderará el congreso. La tensión y el poder estará ahí y en los partidos y en los ciudadanos independientes y en la discusión en la calle. Ya no en La Moneda. El gobierno y Piñera tienen escaso pito que tocar en el principal tema de Chile.
El gobierno de Piñera, como él lo entendía, terminó el 18 de octubre. En parte por la fuerte explosión social. Pero principalmente por la apuesta equivocada que hizo él mismo en su interpretación a la crisis. Él vio un ataque mientras Chile veía una expresión de descontento, rabia y esperanza. Entonces respondió al ataque apostando que la división sería entre el orden y el caos. Y la expresión, no respondida, creció hasta tomarse completamente toda la agenda. Desde el alza del metro, a las alzas en el costo de la vida, a la desigualdad, a la necesidad de un nuevo pacto social, hasta una nueva constitución. Piñera apostó y perdió. Luego dobló la apuesta, y la perdió de nuevo. Y la siguió doblando hasta que perdió hasta los pantalones. El Piñera que habló por fin el lunes ya no era un presidente a cargo del país. Era uno que reconocía su derrota. De su apuesta, de su tesis, de su agenda, de su gobierno y de su legado.
Hacia adelante, en lo que queda, el presidente será más un jefe de Estado que un jefe de gobierno. Su rol estará en algún punto intermedio, entre el presidente de un régimen parlamentario y el de la reina de Inglaterra. Por primera vez desde 1925 que el poder lo tiene principalmente en términos políticos y simbólicos, aunque no formales, el congreso.
En 1925 el parlamentarismo implotó por no ser capaz de responder a las crecientes demandas sociales. Casi 100 años después, este año, el presidencialismo también parece haber implotado por la misma razón. Y no me extrañaría que el congreso no desperdicie la oportunidad para incentivar que la próxima convención constituyente haga que el poder pase también formalmente al congreso. El presidencialismo en Chile parece que ya no va más. Y terminó en la noche en que el sistema político tomó la decisión más importante en décadas, mientras el presidente estaba mirando los acontecimientos en el televisor de su casa.